03 noviembre, 2009

Donde quiera que me arrastre

¡Hola!

Hoy os quiero dejar un cuento que escribí cuando aún iba al instituto, es el primero de mi corta carrera en esto, así que espero que no seais muy crueles. Reconozco los fallos pero lo he dejado así tal cual, que tiene su encanto. Esta pieza data de 2005 y en ella ya se aprecian un poquito mis primeros pinitos con la criminología, que hoy se ha convertido en sujeto de estudio y pasión para mí. En aquel entonces no le redacté ninguna clase de dedicatoria, pero hoy por hoy, la temática del cuento la merece. Os dejo con ello!

Sergio R.


"A mis pequeñas cortavenas, por las muchas fiestas que nos quedan por pegarnos juntos..."

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La imagen que se reflejaba en el espejo parecía una triste caricatura de un hombre que acababa de perder toda esperanza en el mundo, sin embargo, las sombras la hacían parecer grotesca. El color pálido de su rostro, las líneas de la cara, la gran nariz que todo el mundo insultaba, comparándola con las figuras Moai de la Isla de Pascua y la gran frente denotaban la expresión de un hombre hastiado de vivir. La bombilla que estaba situada encima del espejo le daba cierto brillo a sus ojos, pequeños y azules. La miraba fijamente, en ocasiones normales le hubiera molestado a la vista, pero en aquella ocasión no le importaba nada.

Sebastián Ramos se encontraba de pie, con expresión ausente y desaliñado, vestido con solo unos calzoncillos de rayas, de esos antiguos que llegan hasta los tobillos. No sabía por qué los tenía. El simple hecho de poseerlos le parecía absurdo. A pesar de todo allí estaba él, con lágrimas recorriéndole una cara poblada de barba de hacía varios días, completamente despeinado, lo que hacía que pareciera que acababa de levantarse. Sin embargo, no se había levantado hacía poco, eran las nueve de la noche, llevaba encerrado en el cuarto de baño del piso que poseía en Córdoba cerca de diez horas, y aquello no le gustaba, su mujer ni siquiera se había molestado en preguntarle por qué se encontraba allí. Harto de todo, Sebastián cogió un tarrito de pastillas, de esas que el doctor Castrillo le había recetado para sus intensas cefaleas.

Cogió el tarro y lo interpuso entre la bombilla encendida y sus ojos diminutos y miró las pastillas a contraluz. Se preguntaba cómo una pastilla puede curarte y tantas pueden aniquilarte en cuestión de minutos, quizá menos. En realidad Sebastián no sabía mucho, había dejado por imposible el colegio cuando tenía quince años y consiguió un trabajo en un almacén de bebidas alcohólicas. Quizá por ello había adquirido tan prematuramente la adicción al alcohol. Aunque en aquel momento no se encontraba bebido, sabía que mezclando alcohol con pastillas aliviaría más rápidamente su sufrimiento, y quizá se enteraría menos, su enclenque cuerpo no resistiría aquella mezcla letal. Pero no tenía valor para ello. Habría vomitado lo poco que tenía en el estómago al más ligero roce del coñac con sus finos y secos labios.

Sebastián, o Sebas, como todo el mundo le llamaba a pesar de que a él no le gustaba demasiado, pensaba acabar con todo. Estaba cansado de que su mujer, Laura, tuviera que aguantar su absurda enfermedad. Por ello se encontraba allí, de pie, frente al sucio espejo, que daba la apariencia de llevar siglos sin haber sido limpiado, con un tarro de cincuenta o sesenta pastillas, inservibles, pues Sebastián había comprobado repetidas veces que no aliviaban su enfermedad en absoluto. Vació el tarro en su mano y lo arrojó al suelo, todavía quedaban dos pastillas en el tarro.

Con el resto de su contenido en una mano Sebastián se quedó mirando durante lo que a él le pareció un minuto, pero que en realidad fueron quince. Las cápsulas rojas y blancas se agolpaban en la palma de su mano, entonces pensó que se parecían a la escuadra de la muerte que aparecía en aquella película que había visto hacía tan poco tiempo con su mujer. El mero hecho de acordarse de Laura le provocó una terrible desesperación. Se metió las pastillas en la boca, pero no se las tragó. Dejó la letal masa de pastillas derritiéndose en el interior de su cavidad bucal.

- Esto se acabó, no puedo más con esta existencia – pensó. Debo deshacerme de mí, Laura, quizá todavía puedas rehacer tu vida. No te merezco. Tú deberías tener algo mejor, alguien que te corresponda adecuadamente, no un simple almacenista que se gasta las perras en alcohol, y que para más inri es incapaz de darte un hijo. No puedo, Laura, debo librarte de mi carga.

Sin embargo, en el último momento, a Sebastián se le agolparon buenos recuerdos de su vida conyugal. Cómo había conocido a su esposa, en una discoteca, mientras que ella lloraba porque un chico la había dejado. Sintió como se había enamorado de ella en el instante mismo en que la vio con lágrimas deslizándose por sus mejillas sonrosadas, arrastrando el maquillaje hacia su barbilla o cómo aquel verano de 1984 pudo por fin comprar un piso propio. En esa diminuta fracción de segundo a Sebastián le dio tiempo a dirigirse hacia el retrete y escupir lo que tenía en la boca.. Después de una sonora arcada. Sebastián Ramos, demasiado cobarde como para tragarse un simple puñadito de pastillas, se bebió casi un litro de agua.

El viento aulló a través de la desvencijada ventana, meciendo lentamente lo que quedaba de unas viejas cortinas, deshilachadas y carcomidas por aquella constante humedad reinante. El sonido de un sonoro suspiro cortó al instante el monótono silencio. Sebastián se sintió de nuevo invadido por unos fuertes instinto suicidas. Pero ya no quedaban pastillas, al final habían servido para lo que él creía que le iban a servir: para nada.

Miró en derredor buscando una manera fácil y rápida de morir. Ardua tarea, pensó. Tardó un interminable cuarto de hora durante el cual pensamientos suicidas escarbaron en lo más profundo de su mente. Al final se decidió y abrió el grifo de la bañera. El agua comenzó a fluir de una manera irregular y estrepitosa. Laura le había dicho hacía bastante tiempo que debía arreglarlo, que la cal no dejaba pasar el agua, pero como siempre, él no le había hecho el menor caso. Prefirió dejar correr los minutos en el bar en compañía de un buen whisky a arreglar un grifo. Alargó el brazo hacia encima del mueble del espejo, donde había situado años atrás un radiocasete eléctrico que ya no funcionaba, confiaba en que sus anticuados circuitos fueran capaces de conducir la suficiente electricidad como para que aquella bañera se convirtiera en su baño eterno.

Con un ruidoso golpe apartó los botes de champú y gel de baño que había sobre una estantería encima de la bañera, ésta, aún llenándose, iba por la mitad de su capacidad. Colocó el transistor, que siempre había sido demasiado grande para llevarlo de una habitación a otra sobre la estantería de la bañera y le ató una cuerda transversalmente, lo suficientemente larga como para poder tirar desde la bañera. De este modo la electricidad atravesaría su cuerpo en menos de lo que canta un gallo. Sebastián enchufó el transistor y se metió en la bañera sin desvestirse, pensó que no lo necesitaba, al fin y al cabo prefería que cuando la policía entrara en el cuarto de baño lo encontrara vestido. Ya no tendría nada de lo que avergonzarse, pero, ¡qué demonios! Muere joven y deja un cadáver bonito se suele decir, ¿no? Agarró la cuerda con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas de las manos. Antes de tirar de la cuerda puso a funcionar su mente, que de hecho nunca había funcionado mucho. Sebastián nunca había tenido demasiadas luces.

En ese preciso momento, Sebastián cerró los ojos y pensó.

- Perdóname Laura, creo que esto es lo mejor para los dos.

Entonces, la bombilla que encumbraba el espejo que solamente reflejaba su propia suciedad se apagó sin que Sebastián se diera cuenta.

- Hasta siempre, te prometo que cuando llegue a “ese otro lugar” estaré siempre pendiente de ti y te cuidaré. Pensaré mucho en ti y te esperaré, Laura, te esperaré.

Tiró de la cuerda y mientras el transistor caía en un segundo que se le antojó una eternidad, se le pasaron por la cabeza todos los momentos, malos y buenos de su vida, desde que nació en el pueblo hasta hacía un solo minuto cuando se metió las pastillas en la boca. Entonces Sebastián abrió los ojos y se dijo “¿Esto es estar muerto? “ Pero no había muerto. Justo un momento antes de tirar de la cuerda, el suministro eléctrico se había cortado.

Se levantó de la ducha, absolutamente empapado y con un semblante de furia que había aterrado al mismísimo Satanás. Se asomó a la ventana, que tan rota estaba que era de todo menos ventana y se puso a maldecir a los operarios de la compañía de electricidad. La neurosis es una alteración mental caracterizada por la presencia de un alto grado de ansiedad. El miedo y las obsesiones, relacionadas con factores conflictivos, personales o ambientales, dominan al afectado y le provocan un verdadero sufrimiento psíquico. Y en ese momento la neurosis de Sebastián estaba elevada a la enésima potencia. Tanto y tales cosas dijo que un operario de los que estaban revisando los contadores de la calle le arrojó unos alicates que no le dieron, pero que rompieron el cristal.

Estaba desesperado, la sangre de sus venas parecía querer avanzar toda por el mismo sitio, las sienes le palpitaban, estaba a punto de estallar. Entonces se le ocurrió la idea perfecta. Las venas. Lo había visto muchas veces por la tele pero no se le habría ocurrido ni en un millón de años. Por lo que sabía, había que cortarlas de manera longitudinal, desde la muñeca en dirección al codo. Dicho y hecho, Sebastián cogió una cuchilla y se dispuso a acabar con su vida.

Lo vio tan claro, que se puso a pensar en su mujer, Laura y se dijo:

- No pienso seguir con esta farsa, Laura, cariño. Ya no tendrás que aguantar esta estúpida enfermedad que me lleva por la calle de la amargura. He intentado rehacer mi vida demasiadas veces. Lo que ahora importa es acabar con esto de una maldita vez. No quiero reconocerlo, pero con mi egoísmo te he anulado Laura, tu eres demasiado sensible y yo… yo soy demasiado cobarde. Tengo que poner fin a esto.

Entonces puso el afilado borde del trozo de cristal sobre su muñeca izquierda y la miró fijamente. Sus dientes de fumador empedernido, siempre demasiado amarillos comenzaron a chirriar. Algunas gotas de sudor frío recorrieron su frente. Justo después de aquello, se dio cuenta de que lo que había dicho anteriormente era un absoluto sinsentido. No era demasiado tarde, aún podía estar a tiempo de cambiar, de rehacer su vida. Volvería a ser aquel hombre alegre que era antes. Se levantó sintiéndose un hombre nuevo. “Ya lo creo que puedo cambiar”, se dijo. Abrió la puerta del cuarto de baño ruidosamente y mientras recorría el pasillo lo invadieron diversos pensamientos. Pensaba en cómo rehacer su vida. Se peinaría y buscaría un trabajo mejor. Quizá incluso se dedicaría a estudiar por la noche para mejorar, pero lo primordial para él era arreglar las cosas con su mujer, así que gritó, mientras corría a toda velocidad.

- ¡Laura! ¡Laura! Empezaremos de nuevo, aún hay tiempo, Laura…

Abrió la puerta de la habitación de Laura, hacía tiempo que ya no dormían juntos. Y allí estaba ella, mirándolo con los ojos abiertos como platos, la desordenada habitación se sumía en una media penumbra aterradora.

Sí que era demasiado tarde. Joder si lo era. La soga que abrazaba el cuello de Laura desde la que oscilaba como un péndulo pendida del techo hacía que su rostro adquiriese un tono azulado.

Sebastián contemplaba atónito la situación. Con expresión triste pensó: “Nada volverá a ser como antes. Donde quiera que me arrastre, nada será igual. Donde quiera que me arrastre… Y poco a poco su voz se fue apagando.

[…]

Unos meses más tarde, la vecina del piso superior avisó a la policía alertada por el olor. Pensaba que Laura se había largado, harta del imbécil de su marido y que Sebastián había caído en depresión y ahora tenía síndrome de Diógenes o algo así. Se veía en las noticias muchas veces, y era típico de aquel gilipollas.

La policía llegó al cabo de unos veinte minutos más o menos. La comisaría quedaba un poco retirada del lugar de los hechos. El silencio sepulcral que contestaba a sus inquisitivos gritos de “¡Policía, abra la puerta, por favor, o tendremos que derribarla!” sirvió de antesala al golpe seco que quebró los goznes de la puerta y la derribó. Lo que dio paso a aquella secuencia de acciones fue una escena que, como confesarían poco después, nunca habían presenciado. Los dos cadáveres estaban en la misma habitación, en avanzado estado de descomposición. El que pendía del techo parecía ser una mujer. Una rata con expresión triunfal trepaba por la puerta como el alpinista que corona su primer ocho mil. El otro parecía un hombre y su expresión era grotesca. Estaba rodeado de velas consumidas y todo su cuerpo parecía estar cubierto por cicatrices que conformaban la misma frase una y otra vez, como si fuera un macabro grafiti. El estado de descomposición del cuerpo y la irregularidad de las letras hacían casi imposible su lectura. Un forense diría después que la escritura había sido realizada en vida.

Un agente novato entró, intentando demostrar su valía, miró la escena y cuando se dio la vuelta emitió un grito ridículamente agudo. La pared donde estaba la puerta, justo enfrente del cadáver del hombre estaba recubierta con la misma frase una y otra vez escritas con sangre, en ellas se repetían aquellas cuatro palabras que aquel agente novato tardaría en olvidar y que poblarían sus más aterradores sueños durante muchísimo tiempo… “Donde quiera que me arrastre… donde quiera que me arrastre…”