12 diciembre, 2008

Prom Night

Joder, que guarrada. Dije al observar lo que había liado en apenas veinte minutos. La culpa de todo la tenía la zorra de Mariló, mi novia por aquel entonces. Ese día me hallaba enfundado en una mierda de esmoquin azul celeste, alquilado por supuesto, no quiero que penséis que bajo mi propiedad había una prenda tan sumamente hortera. La razón de ir con semejante pinta de gilipollas también la tenía la puta de Mariló. “Ella”, presidenta del consejo escolar. “Ella” tan divina, tan rubia, con esos ojos tan azules. “Ella” tan deseada por todo el instituto, tan… Perfecta en todos los sentidos.
Fue ella la que tuvo esa mierda de idea. “Prom Night”, joder, vaya americanada. Ni en los sueños del maricón más reprimido. Así que allí me hallaba, enfrente de su casa, esperando a la diva con un jodido ramo de flores en la mano. Eso sí que fue idea mía, qué joder, si vamos a una americanada que sea completa. Llamé al timbre y me abrió su padre. El muy hijo de puta se descojonó en mi cara.
- Joder Dani, ¿que te has puesto el traje de comunión de tu padre? Me escupió.
- Déjalo, Paco… déjalo. –Insté. Que la idea de vestirnos como los muñequitos de las tartas de bodas fue de tu hija. Las tías están entusiasmadas, pero yo vi en la reunión a más de uno que puso la cara del que se le murió el padre.
En ese momento, Mariló hizo acto de presencia como si aquello fuera la más casposa de todas las películas americanas. Bajaba las escaleras con un vestido verde esmeralda ceñido a la cintura aderezado por un corsé que madre mía… Vaya par de tetas más impresionantes. En ese momento pensé: “Me la tiraba hasta que se me parara el corazón”. Mi relación con ella se basaba en el físico, ella estaba buena, pero era gilipollas. La soportaba básicamente porque la chupaba como una reina. Joder, si su padre hubiera mirado para abajo me habría visto la tienda de campaña montada y lista para usar, pero él estaba igual de absorto que yo o más. Se podía leer en su cara aquello de: “Joder, que putada… Esto es criar carne para otro”. Aquella zorra estaba lista para llegar y calentarle el rabo a todo el personal, era lo que mejor se le daba.
Le ofrecí el ramo de flores con la mejor de mis sonrisas, la besé y le dije al oído “Estas preciosa cielo”. Detrás su padre me observaba con odio y celos. La saqué de su enorme casa, ni que decir que la chica rubia y guapa vivía en un chalet adosado de un barrio privilegiado, como en la más pija de las películas americanas. La metí en mi coche, un Peugeot 407 propiedad de mi padre y allí se acabaron por un instante las mariconadas, le metí la lengua hasta la campanilla y sopesé aquel par de melones hasta que me harté. Puse el primer disco que encontré en la guantera, “Burn my eyes” de Machine Head y mientras Rob Flynn berreaba “Davidian” a toda voz salí quemando rueda hacia el gimnasio del instituto.
Aquel era nuestro último año. Segundo de bachillerato daba sus últimos coletazos y aquello era una especie de fiesta de despedida. Un ritual donde falsamente nos abrazaríamos y diríamos que somos los mejores compañeros que podríamos tener. Un pozo oscuro de hipocresía y cinismo donde la falsedad supuraría hasta impregnar todo con el hediondo aroma de la mentira y la arrogancia. Mi idea era llegar, comer y beber como si no hubiera un mañana, largarme tempranito y llevarme a Mariló a una habitación de hotel que tenía reservada y hacer que no olvidara esa noche en muchísimo tiempo.
En diez minutos me planté en el instituto y aparqué justo enfrente. Cruzamos y entramos en el instituto. La junta había contratado una empresa de catering que nos inflarían de bebida y canapés hasta que el queso Filadelfia y el paté de pato nos saliera por las orejas. En la puerta había bastantes compañeros armados ya con su copa de cava. Brindis de bienvenida. En cuanto pasó un camarero cogimos una copa y nos acercamos al resto de los compañeros.
Tiene cojones que el primero en aparecer fuera Pablo Moreno, el tío más gilipollas y prepotente del instituto. Pablo era subnormal profundo. No tiene otro nombre. Jugaba al fútbol en el equipo local y poseía todas y cada una de las deleznables características que me hacen odiar a una persona. Chulería sobre el débil, aires de grandeza, pintas de pijo y flequillo. Se las daba de superior intelectual porque pertenecía a las juventudes del Partido Popular y era carne de candidato a la alcaldía de nuestro pequeño pueblo en un futuro no muy lejano. Pasó cerca de mi lado para saludar a Mariló, otra facha en potencia, como él, y nos dirigimos el mismo saludo de siempre:
- Hombre melenas, tú y tu preciosa novia por aquí.
- Hola facha de mierda, ¿tu madre bien no?
Hizo amago de responder, pero se calló. Mariló había estado con él año anterior y me conto algún que otro chisme que me sirvió para pisarle la hombría la vez anterior. Al parecer, el pijito, católico, franquista y macho sobre todas las cosas no era tal y le gustaba que de vez en cuando exploraran su interior con algún que otro objeto. Tras el codazo y la mirada de reproche de Mariló de rigor, traspasamos la puerta y entramos a un gimnasio decorado al más puro estilo yanqui. Vomitivo todo.
De repente algo perturbó mi tranquilidad. Mariló salió corriendo del gimnasio dejándome cerca de la entrada más solo que la una y con cara de tonto. Aturdido miré a un par de amigas suyas que la habían visto venir e irse y que tenían la misma cara que yo. Giré la cabeza y lo comprendí todo. En el centro de la pista, se alzaba majestuosa Paula Vega. Su larga melena morena rozaba con las puntas su perfecto trasero enfundado en (¡Oh, sorpresa!) el mismo vestido que traía Mariló. “Joder”, pensé, di la vuelta y eché a correr tras ella hasta que la alcancé en el coche y llorando como una magdalena.
Paula era su némesis particular. Era la única en todo el jodido instituto que le podía arrebatar su poderío ginecocrático. La única que aquella noche le podía joder el ser “The Queen of the Prom”. Manda huevos, yo en la reunión sugerí un botellón conjunto en el parque y mira con qué clase de mariconadas hemos acabado. Yo también odiaba a aquella tía, sus insultos habían llevado a una chica de clase tres años atrás al suicidio, ella la había matado indirectamente y todo el mundo hacía la vista gorda. Aquella zorra, estúpida y que vivía por y para chupar pollas era culpable de suicidio inducido y allí estaba, con el mismo vestido que mi novia pavoneándose delante de todo el instituto y enseñando escote. Para colmo, era novia del inútil de Pablo. Tal para cual vaya.
Me costó trabajo, pero conseguí convencer a Mariló que volviera adentro. Bañándola en halagos y piropos hasta conseguir que sonriera. Tras decirme que era lo mejor que le había pasado en la vida, me cogió de la mano y volvimos adentro.
De nuevo en el interior del gimnasio busqué a las tres únicas personas que realmente guardaba aprecio en aquella pocilga. Rubén Alcántara, más conocido como “Trasto”, Nicola Dominici, Italiano con acento de Utrera, para más inri y Julia Vázquez, una chica a la que amaba en secreto. Julia era una chica culta e inteligente que además de escribir las mejores poesías del mundo, (y yo tenía unas cuantas) era bellísima. Los cuatro juntos éramos un punto negro en un desierto de arena blanca. En el mar de pijos que era aquel baile, mis tres amigos estaban al final de la barra, dejé a Mariló con sus amigas y me acerqué a ellos.
Salude a Trasto y al Italiano y di a Julia dos besos en la mejilla, uno de los cuales me rozó la comisura del labio. Note cómo se ruborizaba levemente y rompí el hielo con la frase del día:
-¿No hay cerveza o qué?
- Que agudo eres, hijo de puta. –Respondió Trasto. Claro, como Trasto es un borracho y no tiene cerveza en la mano es que no hay. ¡Pues no! ¡No hay ni una jodida cerveza en todo el puto gimnasio! –gritó con los ojos saltones. La cerda de tu novia decidió que la cerveza era una bebida muy poco elegante y solo pidió champán de los cojones y otras bebidas… como el Jack Daniels. – Dijo, cogiendo un vaso con whisky de la barra.
Todos reímos y yo pedí otro whisky. Brindamos y charlamos sobre trivialidades durante un par de horas. Miré a mi alrededor y vi a la gente que iba a mi curso. Los noté cambiados. Eran maniquíes con máscaras compradas para la ocasión. Marionetas a las que manejaba la moda, el estilo, sus padres… la sociedad en general nos hacía ser como éramos. Intenté imaginar en como seríamos si no estuviéramos tan influenciados por los medios de comunicación y por la sociedad que nos rodeaba. En aquel mundo idílico no iríamos disfrazados de muñequitos sin rostro, donde lo que nos diferenciaba a unos de otros no era la ropa que llevábamos o la música que escuchábamos, sino nuestra verdadera personalidad. Personalidades que en aquel gimnasio se encontraban sepultadas bajo horas de MTV y de series de pena que creaban las directrices a seguir por todos. En aquel mundo, Víctor Lanza no estaría sentado al fondo del gimnasio con la única compañía de sus lorzas y su papada. En aquel mundo, yo no estaría con Mariló, estaría con Julia, mi alma gemela. Julia era la chica que me completaba, la que me haría sentir bien y sabía que algún día acabaría junto a ella. Me lo decía su mirada, las poesías que me escribía, la manera que tenía de hablarme y sobre todo la mirada láser con la que fulminaba a Mariló cada vez que la tenía cerca.
Una de esas miradas me atravesó, y confirmando mis sospechas, me di la vuelta y Mariló caminaba hacia mí con aire ausente. Me agarró de la mano y me llevó al centro de la pista. Por los altavoces comenzó a sonar una canción lenta. Imaginé que aquello era la americanada final, bailaríamos y todos votaríamos al más tonto y a la más puta, que serían el rey y la reina del baile respectivamente. Apenas llevábamos un minuto bailando cuando me dijo algo al oído: “Ven, quiero mostrarte algo” y nos dirigimos hacia los servicios. El pulso se me aceleró, no sabía que estuviera tan fogosa y que quisiera empezar tan pronto con la fiesta. Entramos en el aseo de señoras y cuando ya tenía media erección Mariló abrió la puerta del último de los váteres.
Lo que vi me dejo con la boca abierta. En el váter y con cara de circunstancias estaba mi querida amiga Paula, joder quién la había visto y quién la ve, el profundo corte que tenía en el cuello era la salida para los litros de sangre que habían transformado su vestido verde en una alegoría de sangre primaveral. Los ojos vidriosos clavados en mi pechera, como si me estuviera mirando fijamente la horrible pajarita que llevaba eran un retrato de ausencia de vida. Mariló estalló en llanto y yo la miré con admiración, mi media erección se convirtió en erección completa y deseé tirármela allí mismo, junto a aquel convidado de piedra que era el cadáver de Paula. Me di una ducha de agua fría psicológica y empecé a pensar. Mariló era gilipollas, eso ha quedado claro ya, pero era mi novia joder. Además no quería anular mi cita con la habitación de hotel aquella noche así que decidí ayudarla.
-¿Cómo cojones lo has hecho? - Inquirí.
- Con un vaso roto. – Sollozó Mariló. Esa zorra lleva el mismo vestido que yo y lo ha hecho a posta, se ha burlado de mí aquí mismo y no lo he podido evitar. ¡La odio! Ayúdame Dani por favor. No sé qué hacer.
Lagrimones como puños recorrían sus mejillas atraídos por la fuerza de la gravedad. Esa misma fuerza, me llevó a hacer lo que hice, creo. Aquel gimnasio estaba lleno de gente como Paula, gente superficial que no merecía vivir en el mundo idílico que deseaba y de pronto lo vi claro. Insté a Mariló a que se quedara encerrada en el váter junto al cadáver de aquella perra y salí de allí. En mi cabeza un torbellino de ideas empezaban a asentar el plan que, a pesar de trazarlo sobre la marcha parecía que llevaba tiempo pensado.
Entré en el gimnasio, todo el mundo bailaba un vals abrazados, menos mis tres amigos, los “antisociales”. Les di las llaves de mi coche y les dije que fueran a mi coche, que íbamos a seguir la fiesta en mi casa del campo. Aceptaron encantados, aunque les hubiera dicho que nos íbamos a ir a comer mierda a mi casa hubieran venido conmigo, aquel baile les repugnaba. Salieron de allí y me dirigí al almacén del gimnasio. Cogí jabalinas y trabé las dos únicas puertas de entrada hacia la pista de baloncesto, donde estaba todo el mundo. El pasillo del lateral de la pista separaba ésta de los almacenes, los servicios y vestuarios, las oficinas y la propia entrada principal al edificio. Con una palanca conseguí romper el candado que daba acceso al almacén de los del módulo de jardinería. Me hice con un machete de grandes dimensiones, usado para cortar pequeñas ramas y dos garrafas de gasolina para la mula mecánica y las motosierras.
Cargado como iba subí las escaleras hasta las oficinas, en el tercer piso, al fondo estaba la oficina del profesor de gimnasia, la puerta estaba entreabierta y un haz de luz apuñalaba la oscuridad existente. Solté las garrafas y armado con el machete repté hacia la puerta y me asomé por la rendija.
Menudo hijo de puta. El subnormal de Pablo llevaba los pantalones por los tobillos mientras que Amanda Castilla le hacía la mamada de su vida. Amanda era la hija del director, todo el mundo sabía que era una zorra, pero ella era una zorra con clase, por lo que nadie se atrevía a tacharla de nada. Vaya dos, todo el mundo abajo, a punto de morir y el gilipollas de Pablo poniéndole los cuernos a su difunta novia con una zorra del mismo calibre. Manda huevos. Entonces decidí convertir la purificación en algo divertido.
De una patada abrí la puerta y dije.
- ¡Vaya con Pablito! Una escena sexual sin nada metido en el culo, ¿eso es nuevo para ti, no?
Mientras de su hedionda boca salía un maleducado “¡Pero qué coño estás haciendo, hijo de la gran puta!” Amanda había gritado y se había apartado de él, a una distancia suficiente para que yo le hincara el machete en el estómago y lo retorciera, cayendo de rodillas y desparramando sus tripas sobre el suelo de parqué. En un último estertor, algo casi cómico, Amanda recogía sus tripas del suelo intentando volverlas a meter dentro de su estómago ante la estupefacta mirada de Pablo, que al verme en éxtasis intento escabullirse por un lado sin ni siquiera subirse los pantalones.
Lancé un tajo horizontal al aire con el que tan solo conseguí cortarle el brazo por debajo del codo. Mientras chillaba como una cerda en San Quintín, la gente seguía bailando abajo, abrazados, ajenos a lo que se avecinaba. Abrí el armario del profesor de gimnasia, aquel tío era un puto alcohólico, así que no me fue difícil encontrar seis botellas de vino en su armario, que fueron rellenadas de gasolina muy pronto, extraje jirones de tela de las cortinas y transformé lo que eran seis Ribera del Duero del caro en seis simples cócteles molotov. Mientras, Pablo agonizaba en el suelo, mirándome con los ojos fuera de sus órbitas. Lo cogí en brazos (no me hagas daño por favor) y lo tiré por la ventana interior, sobre el tejado de la pista de baloncesto. Volví a bajar al almacén y cogí las cuerdas que usábamos para saltar a la comba. La más larga medía unos seis metros, suficiente para comenzar la fiesta.
La música cesó y temí que alguien quisiera salir y se me jodiera el invento antes de tiempo, pero comenzó a sonar otra balada y la gente siguió bailando. Eran como borregos los hijos de puta, los podías tener entretenidos horas y horas con una mariconada de baile y nadie se habría dado cuenta que llevaban cerca de diez minutos con las salidas bloqueadas. Volví a salir por la ventana de la oficina dejando atrás a una Amanda en una postura de muñeca de porcelana altamente macabra.
En el exterior, el desmembrado había reptado algunos metros buscando (qué vas a hacer con... migo loco… hijo d-de… puta) no se qué, porque la caída de cerca de diez metros no se la quitaba nadie. Até una de las puntas de cuerda al pararrayos, y con la otra hice un nudo y lo fijé bien fuerte al cuello de Pablo sin cortarle la respiración, quería que disfrutara lo que pudiera del espectáculo. Abrí los doce tragaluces del techo, tres filas de cuatro que me daban un radio de acción estupendo para sanear aquel estercolero. Acto seguido embadurné la cuerda y el cuerpo de Pablo en gasolina. Ahora lloraba como una niña a la que han cruzado la cara de una bofetada, con los pantalones aún bajados, una cuerda alrededor del cuello y hediendo a gasolina. Me reí en su cara todo lo que pude y le escupí antes de tirarlo por el segundo tragaluz de la fila central. Abajo, Candy, una alumna bastante inteligente del instituto que el año siguiente iba a estudiar medicina en una universidad privada en Madrid sintió como una gota le cayó en la coronilla. Miró hacia arriba y profirió un grito que retumbó en todo el gimnasio y que consiguió parar hasta la música.
Prendí la cuerda de la que colgaba ya inerte mi querido amigo Pablo y ardió en cuestión de segundos. Prendí del mismo modo la mecha de los cócteles molotov uno a uno y los lancé abajo. Los dos primeros a la masa que se arremolinaba en las dos entradas incapaces de abrir las puertas, varias personas ardieron como un fósforo en décimas de segundo al recibir la chispa y el baño de gasolina. Los otros cuatro los tiré en puntos estratégicos, mesas, adornos que llegaban al techo y demás parafernalia combustible. En apenas dos minutos el crepitar del fuego se escuchaba más que el griterío de la gente, y para entonces yo ya estaba apostado en la entrada principal con mi machete. El primero en llegar para intentar abrir las puertas fue uno de los camareros que había salido a fumarse un cigarro, aún sin cabeza logró dar dos pasos. Se la rebané con un certero tajo que entró limpiamente entre dos vértebras. Su arteria carótida eyaculaba sangre a una altura desmesurada.
Dentro los cuerpos carbonizados de varias decenas de chicos se agolpaban a las entradas y los que se alejaban del fuego, sucumbían al sueño eterno por inhalación de monóxido de carbono. Pronto toda la vieja estructura de madera en llamas sucumbiría y se desplomaría sobre todos. Así quedaría sepultada toda aquella falsedad e hipocresía.
El profesor Aragón asomó su bigote lo más rápido que sus ciento cuarenta kilos de peso le permitieron atravesar el parking. Le clavé el machete en la cabeza tan hondo que el filo cortaba hasta la mitad sus pabellones auditivos. “Como un buen disfraz de Halloween, ya que estamos con americanadas, sí señor”.
- ¡Pero qué coño has hecho desgraciado! - Dijo Mariló a mis espaldas, su tono denotaba reproche, qué ironía…
- Ayudarte, - Respondí. Me pediste antes que te ayudara, ¿no?
Me miraba el traje azul celeste, completamente bañado en sangre. Los mechones de pelo, completamente ensangrentados también me caían sobre la cara. Mariló no pronunció palabra alguna. Salió corriendo como alma que lleva el diablo. Daba igual, no la necesitaba. Aquello no lo hacía por ella. Lo hacía por mí y por la humanidad, aquel era el primer paso para liberar a la sociedad de indeseables y dejar el mundo para gente pura y de pensamientos racionales, como yo. Un mundo perfecto para Julia y para mí. Escuché sirenas a la vez que un gran crujido. Salí del recinto del gimnasio, enfrente de mí, el patio y al fondo el parking.
En medio del patio contemplaban la hoguera, boquiabiertos mis tres amigos. Un estruendo me obligó a volverme, aún se podía escuchar algún grito en el interior. El techo del gimnasio se desplomó cayendo sobre centenar y medio de adolescentes que murieron en el acto. Nadie sobrevivió, tan solo Mariló, mis tres amigos y yo. Mientras miraba con ensoñación los restos de mi obra fui derribado, esposado y conducido sin demora a un coche patrulla. Al pasar junto a Julia, noté en su mirada que me amaba.
Joder, que guarrada. Dije justo antes de que me derribara el agente de policía. Aquella fue, según los periódicos, obra de un psicópata loco, sin remordimiento alguno que trató de reprimir los traumas de una infancia difícil matando a toda aquella gente. Que se jodan, no conocían a aquellos subnormales y no me conocían a mí. ¿Dónde están todos aquellos periodistas y expertos ahora?
Me condenaron a una pila impresionante de años por 158 delitos de asesinato. Veinticinco he tardado en salir por buena conducta. Me encanta la justicia de éste país.
Y aquí me ha llevado el destino, frente a esta bonita casa, observando el césped impoluto, obra de un jardinero profesional. Miro con atención los juegos de dos preciosos niños que hacen rodar una pelota con entusiasmo. Miro a través de la ventana y la veo… “Ella”, tan divina, “Ella”, presidenta de la asociación de padres. “Ella” tan rubia, con esos ojos tan azules. “Ella” tan deseada por todo el mundo, tan… Perfecta en todos los sentidos… menos para mí. “Ella” fue la culpable de todo. “Ella” fue el detonante de mi éxtasis purificador. “Ella” y su jodida envidia. La inocente bella chica sorprendida por la crueldad del psicópata de su novio que mató a su “mejor amiga” en el servicio del instituto y después prendió fuego a todo…

…Pero todo va a acabar, va a recibir su merecido. Mientras llamo al timbre saco el machete de mi larga gabardina y me preparo para mi primera parada en esta segunda ola de purificación.

Un buen día...

No estoy enfadado. ¡Al contrario! Tengo la sospecha de que mucha gente piensa que soy un sociópata, que llevo las venas sembradas de odio. El mismo odio que llevó a gente como Hitler a exterminar a millones de personas. Yo nunca he odiado a nadie, ¡no entiendo por qué todos se empeñan en intentar entender como somos cuando en realidad no tienen ni puta idea! ¡Al cuerno todos ellos y sus jodidas pretensiones! ¿Desde cuándo tienen ellos el control de la gran cruz de madera de la que penden los flácidos hilos de nuestras vidas?
Yo nunca quise que las cosas llegaran a este punto. De mis quince años de edad, aproximadamente diez los he pasado atado a éste yugo de tiranía patriarcal que ha sido mi casa, ¡mi hogar! Joder, seguro que cuando salga de éste apestoso cuchitril mi madre estará aún tirada en el sofá donde la vi por última vez con las gordas piernas sobre el reposabrazos y apestando a moho y vagancia por todos los poros de su enorme cuerpo. Seguro que nada más verme aparecer por la puerta comienza de nuevo con su jodido sermón y sus jodidos encargos. “Luisillo anda, tráele unas galletas a mamá”, “Luisillo anda, ve a regar las flores de mamá”. De siempre me he considerado un buen hijo, siempre he atendido a los deseos de mamá y la he obedecido todas sus órdenes sin rechistar.
Hasta aquel día, supongo.
Luego está mi padre. Valiente puto borracho maricón de los cojones. Todo el pueblo sabe que algunas noches deja a mi madre acostada y se va a “El Coyote”, un bar de copas, cuyos parroquianos son ligeramente “afeminados” por usar un eufemismo ligerito, a refregar cebolleta. Joder, cuantas veces habré oído la misma mierda día tras día a mis compañeros de clase. “¡Luisillo, a tu padre le huele el cogote a Ducados!”, “¡Luisillo, tu padre tiene pelos de pecho en la espalda!”. Todos los días aparece a la misma hora de vuelta a casa. Sucio y cansado tras quince horas de explotación en la cantera. Se sienta, siempre junto a su único e inseparable colega, el Señor Jack Daniels y paradójicamente sólo se levanta cuando ya no tiene manera de ponerse en pie.
Toda su vida, desde los doce años, en los que simultáneamente conoció a mi madre y comenzó a trabajar picando las montañas calizas de la región donde vivo, se halla sumida en una profunda y triste rutina. Dormir, comer, trabajar, beber, joder (no siempre con mi madre, a pesar de que ésta ha sido la única mujer de su vida), dormir, comer… e incluso a veces jugaba conmigo. Pero a mí aquellos juegos no me gustaban, me daban asco y nunca había tenido el valor de decírselo. Da igual, ya creo que no voy a tener que hacerlo. Creo que papá se ha enfadado conmigo y no va a volver a hablarme.
Vivimos en una casa de un solo piso mi madre, mi padre y dos gilipollas más, mis hermanos. Dormimos los tres hacinados en un cuarto donde apenas entramos bien cuando nos tumbamos y tengo que soportar noche tras noche sus ronquidos, pedos, eructos y toda una larga serie de improperios que salen cada minuto por cualquier orificio de sus cuerpos de fracasados. A lo largo de sus miserables vidas, lo único que han hecho ha sido pegarme a mí y entre ellos. Ante cualquier tontería ya llenaban la casa de hostias volantes, y si te descuidabas, alguna te alcanzaba. Sin embargo, en el fondo los tres hemos sufrido las mismas maldades en aquella casa a la que teníamos la “inocencia” de llamar hogar, por lo que no les guardo rencor.
El mayor, Julián, acaba de enterarse que ha dejado preñada a la zorra de su novia. Una chavala predestinada a convertirse en lo que ahora es mi madre, pero que estaba disfrutando de la poca vida de la que ha disfrutado hasta que “papá le puso una semillita a mamá y por eso tiene una barriga taaaan grande”. Por otro lado, la Paqui, como suelen llamar a ese despojo, es lo más… digamos promiscuo que he tenido la desgracia de encontrarme por el camino. Aún hoy dudo de que Julián sea el padre de la desgraciada criatura que lleva en las entrañas. No sabe lo que le espera.
Daniel (Se llama Daniel a secas, porque el párroco del pueblo no dejó a mi padre ponerle Jack también) es el pequeño. Tan solo tiene diez años y ya es pura carne de reformatorio. Supongo que Dios, cuando lo hizo, se pasó con ese ingrediente que hace que las personas seamos unos diablos. Menudo cabrón está hecho el Dani. Con nueve años ya dejó de ir al colegio porque arrancó a su profesora la oreja de un mordisco. Cuando los demás profesores, alertados por los gritos histéricos de su profesora, llegaron, aún masticaba el pabellón auditivo de Doña Flora Martínez, profesora de lengua de cuarto de EGB del colegio local. Mi pequeño Dani… a él le tocó sufrir toda la ira y la dejadez de mi padre. Si los tres de vez en cuando nos tocaba pillar repaso, era con él con el que normalmente se ensañaba con más furia. Aquí en mi retiro forzoso, es al que más echo de menos.
Yo nunca he sido buen estudiante. Malo tampoco, simplemente me la traía un poco al fresco todo lo que el profesor me enseñaba. Pobrecito, lo intentaba, pero nunca pudo. De todos modos yo, como todos los miembros de mi familia, estoy destinado a trabajar en esa mierda de cantera, nutriente esencial de la industria constructora y pétrea de la comarca. No me molestaban las explicaciones del profesor, pero tampoco me interesaban. Lo que sí que me mataba de la escuela eran algunos de los 20 mocosos imberbes que se congregaban mañana tras mañana en el aula. Sobre todo uno de ellos, Pedro.
A ese cabrón lo podríamos describir fácilmente como el típico “chulo putas de patio de colegio”. Ni estudiaba, ni dejaba estudiar. Basaba su existencia en joder la marrana. Robaba el dinero, atizaba a los pequeños con inusitada violencia, atizaba a los mayores con piedras y luego ponía pies en polvorosa. Vamos, un grandísimo hijo de puta en frasco pequeñito. Lo odio a muerte.
Aunque aquel día deje de odiarlo. Digamos que saqué “todo lo bueno” que tenía en su interior…
Pero… ¡Qué cojones! ¡Claro que estoy enfadado! Aquel día Pedro me daría su última paliza a la vez que activó el resorte que hizo que me cabreara bien cabreado y decidiera poner los puntos sobre las íes y largarme de aquel pueblucho apestoso. Me enganchó a la salida, ya que en el recreo me había negado a darle mi desayuno. Ese cabrón estaba enfadado y hambriento, peligrosa combinación para un ave de presa como él. Me persiguió hasta la cantera en una carrera en la que mi aliento desaparecía rápidamente como la vida de una rata atrapada en un cepo. Una vez en la cantera me acorraló y pronunció unas palabras que jamás olvidaré.
- La has cagado gilipollas. Te voy a pegar la paliza de tu vida, puedes estar tan seguro de ello como de que tu padre tiene el culo como la bandera de Japón.
No las olvidaré nunca porque fueron sus últimas palabras. En un lapsus de la carrera en el que lo perdí de vista cogí un trozo de cristal que antaño había pertenecido a una ventana. Justo cuando ese pequeño demonio de pelo rizado y tez aceitunada se abalanzó sobre mí con instinto depredador. El cristal y mi mano dibujaron en conjunto una parábola horizontal que dio como resultado un corte en el cuello del gamberro. Laceración de la aorta dirían más tarde los forenses, ¡qué cojones me importa a mí! Lo que sé es que le rebane el pescuezo como a un puto cochino. Ese hijo de la gran puta se lo merecía y cuando lo vi de rodillas, con toda la pechera llena de sangre, que salía a borbotones del corte en su cuello y mirándome con las pupilas dilatadas y abiertas como platos me alegré. Me alegre tanto que metí la mano por el corte de su cuello y me la embadurné en sangre. Al pasarme los dedos por los labios pude notar el herrumbroso y cálido sabor de la sangre reciente. Aquello fue lo que terminó por convencerme de que mi vida no estaba en aquel lugar. Tenía que largarme. Quería irme a la capital, probar suerte. Buscaría un trabajo y quién sabe si algún día podría formar una familia. Pero antes tenía que pasar por casa y recoger algunas de mis cosas: ropa, tebeos, el cepillo de dientes y quizá algo de comer.
Llegué a casa dando un rodeo, no quería que nadie me viera lleno de sangre y entré por la puerta delantera de nuestra casa. Cerré la puerta a mis espaldas, a mi izquierda tenía aquella mierda de televisor a pilas en blanco y negro de los chinos, como siempre a demasiado volumen y sintonizando “El diario de Patricia”. Joder, que puto coraje me da ese programa de mierda. Mi madre seguía empotrada en su sofá, con los pies descalzos, justo enfrente de mí. Al verme en tan deplorable estado exclamó alarmada que qué me había pasado. Pase por su lado y me dirigí a la cocina sin abrir la boca, cuando dejé el sofá atrás me enfadé. Joder que si me enfadé, la puta gorda de mierda de mi madre acababa de ver entrar a su hijo bañado en sangre y ni siquiera se había molestado en levantarse para ver qué pasaba. En la cocina, agarré la empuñadura plateada del cuchillo de cortar pescado, unos 20 centímetros de hoja y 8 de ancho. Me volví y hundí aquel gran machete en el pecho de mi madre, justo en el corazón. Ni siquiera gritó, maldita ballena. Raje su barriga y sus tripas quedaron desparramadas en el suelo, ahora ya no tendría que preocuparse por su sobrepeso nunca más. Mientras, la puta de Patricia seguía intentando que una tía feísima le diera una oportunidad a su novio de internet. Yo quiero mucho a mi madre, a pesar de sus fallos, por lo que no quise dejarla así, me mojé los dedos en sangre y le dibuje una amplia sonrisa en la cara. Joder, que imagen tan grotesca aquella enorme sonrisa roja sobre aquel saco de grasa que era su cara. Aún conservaba una expresión que parecía decir “¿Qué cojones ha pasado?”.
Mi padre mientras tanto se estaba dando un baño, iba ya tan borracho que vio la sangre en el momento en el que enchufaba el tostador y se lo arrojaba mientras decía “A tomar por culo, vete a joder a tu madre al infierno”. Que me perdone mi abuela, la pobre, pero es que estaba muy alterado. El mero hecho de ver a mi padre retorcerse en la bañera como una sardina recién pescada dibujó una sonrisa en mi cara. Aún hoy saboreo ese instante de triunfo.
Cuando salí del baño, la habitación estaba en penumbras porque los plomos habían saltado y todo olía ya a papá tostado. Cogí del armario la escopeta de caza de mi padre y me aposté detrás de la tele esperando la llegada de mis hermanos que, supuse, habían ido a realizar cualquier encargo de la inútil de mi madre.
Diez minutos después aparecieron. Joder, que puntería tengo. Con el mismo disparo, a apenas un metro de distancia, le volé la cabeza al pequeño y le destrocé el costado al mayor, que seguía con vida cuando cayó al suelo. Era mi hermano y lo quería, así que no lo podía dejar así. Volví a coger el cuchillo, que estaba tan dentro de mi madre como lo había estado yo en su día y le corté la cabeza. Pensé, como regalo de despedida, en arreglarle un poquito la cara, pero el hijo de puta era tan feo que no había por donde cogerlo. Estaba hasta los cojones de la puta de Patricia, así que cogí el televisor y lo encasqueté donde antes había estado la cabeza de mi hermano. Qué ironía, ahora desde aquel ángulo Patricia era mi hermano, y por lo menos aquella zorra estaba buena. Reí hasta que no pude más, hice la maleta, me lavé y me largué de aquella porquería de casa.
Se ve que algún vecino entrometido llamaría a la poli o algo, porque no me explico cómo cojones me pillaron tan rápido. El policía dio el alto y yo pasé del tema. Seguí andando hasta que sentí un golpe seco en la nuca y caí desfallecido. Una vez en la comisaría me preguntaron todo lo que se le puede preguntar a una persona durante horas y horas. No abrí la boca en ningún momento.

Hoy me han preguntado si me arrepiento de lo que hice. Joder, claro que sí. Si llego a saber que me iban a meter en esta mierda de cuarto acolchado y me iban a obligar a ir a rehabilitaciones y terapias extrañas no lo hubiera hecho. Pero dicen que de vez en cuando es bueno desahogarse, ¿no?

Let's this story begin...

¡Hola gente!

Ésta es la primera parada de mi aventura literaria. Ya llevo bastantes años escribiendo relatos de terror, fantasía, ciencia ficción y... paranoyas varias de las mías. A partir de ahora, cosa que escriba, cosa que cuelgo para goce y deleite de todos :)

Espero comentarios, eso sí, no sed muy duros conmigo que soy novato jeje.

SRV