12 diciembre, 2008

Un buen día...

No estoy enfadado. ¡Al contrario! Tengo la sospecha de que mucha gente piensa que soy un sociópata, que llevo las venas sembradas de odio. El mismo odio que llevó a gente como Hitler a exterminar a millones de personas. Yo nunca he odiado a nadie, ¡no entiendo por qué todos se empeñan en intentar entender como somos cuando en realidad no tienen ni puta idea! ¡Al cuerno todos ellos y sus jodidas pretensiones! ¿Desde cuándo tienen ellos el control de la gran cruz de madera de la que penden los flácidos hilos de nuestras vidas?
Yo nunca quise que las cosas llegaran a este punto. De mis quince años de edad, aproximadamente diez los he pasado atado a éste yugo de tiranía patriarcal que ha sido mi casa, ¡mi hogar! Joder, seguro que cuando salga de éste apestoso cuchitril mi madre estará aún tirada en el sofá donde la vi por última vez con las gordas piernas sobre el reposabrazos y apestando a moho y vagancia por todos los poros de su enorme cuerpo. Seguro que nada más verme aparecer por la puerta comienza de nuevo con su jodido sermón y sus jodidos encargos. “Luisillo anda, tráele unas galletas a mamá”, “Luisillo anda, ve a regar las flores de mamá”. De siempre me he considerado un buen hijo, siempre he atendido a los deseos de mamá y la he obedecido todas sus órdenes sin rechistar.
Hasta aquel día, supongo.
Luego está mi padre. Valiente puto borracho maricón de los cojones. Todo el pueblo sabe que algunas noches deja a mi madre acostada y se va a “El Coyote”, un bar de copas, cuyos parroquianos son ligeramente “afeminados” por usar un eufemismo ligerito, a refregar cebolleta. Joder, cuantas veces habré oído la misma mierda día tras día a mis compañeros de clase. “¡Luisillo, a tu padre le huele el cogote a Ducados!”, “¡Luisillo, tu padre tiene pelos de pecho en la espalda!”. Todos los días aparece a la misma hora de vuelta a casa. Sucio y cansado tras quince horas de explotación en la cantera. Se sienta, siempre junto a su único e inseparable colega, el Señor Jack Daniels y paradójicamente sólo se levanta cuando ya no tiene manera de ponerse en pie.
Toda su vida, desde los doce años, en los que simultáneamente conoció a mi madre y comenzó a trabajar picando las montañas calizas de la región donde vivo, se halla sumida en una profunda y triste rutina. Dormir, comer, trabajar, beber, joder (no siempre con mi madre, a pesar de que ésta ha sido la única mujer de su vida), dormir, comer… e incluso a veces jugaba conmigo. Pero a mí aquellos juegos no me gustaban, me daban asco y nunca había tenido el valor de decírselo. Da igual, ya creo que no voy a tener que hacerlo. Creo que papá se ha enfadado conmigo y no va a volver a hablarme.
Vivimos en una casa de un solo piso mi madre, mi padre y dos gilipollas más, mis hermanos. Dormimos los tres hacinados en un cuarto donde apenas entramos bien cuando nos tumbamos y tengo que soportar noche tras noche sus ronquidos, pedos, eructos y toda una larga serie de improperios que salen cada minuto por cualquier orificio de sus cuerpos de fracasados. A lo largo de sus miserables vidas, lo único que han hecho ha sido pegarme a mí y entre ellos. Ante cualquier tontería ya llenaban la casa de hostias volantes, y si te descuidabas, alguna te alcanzaba. Sin embargo, en el fondo los tres hemos sufrido las mismas maldades en aquella casa a la que teníamos la “inocencia” de llamar hogar, por lo que no les guardo rencor.
El mayor, Julián, acaba de enterarse que ha dejado preñada a la zorra de su novia. Una chavala predestinada a convertirse en lo que ahora es mi madre, pero que estaba disfrutando de la poca vida de la que ha disfrutado hasta que “papá le puso una semillita a mamá y por eso tiene una barriga taaaan grande”. Por otro lado, la Paqui, como suelen llamar a ese despojo, es lo más… digamos promiscuo que he tenido la desgracia de encontrarme por el camino. Aún hoy dudo de que Julián sea el padre de la desgraciada criatura que lleva en las entrañas. No sabe lo que le espera.
Daniel (Se llama Daniel a secas, porque el párroco del pueblo no dejó a mi padre ponerle Jack también) es el pequeño. Tan solo tiene diez años y ya es pura carne de reformatorio. Supongo que Dios, cuando lo hizo, se pasó con ese ingrediente que hace que las personas seamos unos diablos. Menudo cabrón está hecho el Dani. Con nueve años ya dejó de ir al colegio porque arrancó a su profesora la oreja de un mordisco. Cuando los demás profesores, alertados por los gritos histéricos de su profesora, llegaron, aún masticaba el pabellón auditivo de Doña Flora Martínez, profesora de lengua de cuarto de EGB del colegio local. Mi pequeño Dani… a él le tocó sufrir toda la ira y la dejadez de mi padre. Si los tres de vez en cuando nos tocaba pillar repaso, era con él con el que normalmente se ensañaba con más furia. Aquí en mi retiro forzoso, es al que más echo de menos.
Yo nunca he sido buen estudiante. Malo tampoco, simplemente me la traía un poco al fresco todo lo que el profesor me enseñaba. Pobrecito, lo intentaba, pero nunca pudo. De todos modos yo, como todos los miembros de mi familia, estoy destinado a trabajar en esa mierda de cantera, nutriente esencial de la industria constructora y pétrea de la comarca. No me molestaban las explicaciones del profesor, pero tampoco me interesaban. Lo que sí que me mataba de la escuela eran algunos de los 20 mocosos imberbes que se congregaban mañana tras mañana en el aula. Sobre todo uno de ellos, Pedro.
A ese cabrón lo podríamos describir fácilmente como el típico “chulo putas de patio de colegio”. Ni estudiaba, ni dejaba estudiar. Basaba su existencia en joder la marrana. Robaba el dinero, atizaba a los pequeños con inusitada violencia, atizaba a los mayores con piedras y luego ponía pies en polvorosa. Vamos, un grandísimo hijo de puta en frasco pequeñito. Lo odio a muerte.
Aunque aquel día deje de odiarlo. Digamos que saqué “todo lo bueno” que tenía en su interior…
Pero… ¡Qué cojones! ¡Claro que estoy enfadado! Aquel día Pedro me daría su última paliza a la vez que activó el resorte que hizo que me cabreara bien cabreado y decidiera poner los puntos sobre las íes y largarme de aquel pueblucho apestoso. Me enganchó a la salida, ya que en el recreo me había negado a darle mi desayuno. Ese cabrón estaba enfadado y hambriento, peligrosa combinación para un ave de presa como él. Me persiguió hasta la cantera en una carrera en la que mi aliento desaparecía rápidamente como la vida de una rata atrapada en un cepo. Una vez en la cantera me acorraló y pronunció unas palabras que jamás olvidaré.
- La has cagado gilipollas. Te voy a pegar la paliza de tu vida, puedes estar tan seguro de ello como de que tu padre tiene el culo como la bandera de Japón.
No las olvidaré nunca porque fueron sus últimas palabras. En un lapsus de la carrera en el que lo perdí de vista cogí un trozo de cristal que antaño había pertenecido a una ventana. Justo cuando ese pequeño demonio de pelo rizado y tez aceitunada se abalanzó sobre mí con instinto depredador. El cristal y mi mano dibujaron en conjunto una parábola horizontal que dio como resultado un corte en el cuello del gamberro. Laceración de la aorta dirían más tarde los forenses, ¡qué cojones me importa a mí! Lo que sé es que le rebane el pescuezo como a un puto cochino. Ese hijo de la gran puta se lo merecía y cuando lo vi de rodillas, con toda la pechera llena de sangre, que salía a borbotones del corte en su cuello y mirándome con las pupilas dilatadas y abiertas como platos me alegré. Me alegre tanto que metí la mano por el corte de su cuello y me la embadurné en sangre. Al pasarme los dedos por los labios pude notar el herrumbroso y cálido sabor de la sangre reciente. Aquello fue lo que terminó por convencerme de que mi vida no estaba en aquel lugar. Tenía que largarme. Quería irme a la capital, probar suerte. Buscaría un trabajo y quién sabe si algún día podría formar una familia. Pero antes tenía que pasar por casa y recoger algunas de mis cosas: ropa, tebeos, el cepillo de dientes y quizá algo de comer.
Llegué a casa dando un rodeo, no quería que nadie me viera lleno de sangre y entré por la puerta delantera de nuestra casa. Cerré la puerta a mis espaldas, a mi izquierda tenía aquella mierda de televisor a pilas en blanco y negro de los chinos, como siempre a demasiado volumen y sintonizando “El diario de Patricia”. Joder, que puto coraje me da ese programa de mierda. Mi madre seguía empotrada en su sofá, con los pies descalzos, justo enfrente de mí. Al verme en tan deplorable estado exclamó alarmada que qué me había pasado. Pase por su lado y me dirigí a la cocina sin abrir la boca, cuando dejé el sofá atrás me enfadé. Joder que si me enfadé, la puta gorda de mierda de mi madre acababa de ver entrar a su hijo bañado en sangre y ni siquiera se había molestado en levantarse para ver qué pasaba. En la cocina, agarré la empuñadura plateada del cuchillo de cortar pescado, unos 20 centímetros de hoja y 8 de ancho. Me volví y hundí aquel gran machete en el pecho de mi madre, justo en el corazón. Ni siquiera gritó, maldita ballena. Raje su barriga y sus tripas quedaron desparramadas en el suelo, ahora ya no tendría que preocuparse por su sobrepeso nunca más. Mientras, la puta de Patricia seguía intentando que una tía feísima le diera una oportunidad a su novio de internet. Yo quiero mucho a mi madre, a pesar de sus fallos, por lo que no quise dejarla así, me mojé los dedos en sangre y le dibuje una amplia sonrisa en la cara. Joder, que imagen tan grotesca aquella enorme sonrisa roja sobre aquel saco de grasa que era su cara. Aún conservaba una expresión que parecía decir “¿Qué cojones ha pasado?”.
Mi padre mientras tanto se estaba dando un baño, iba ya tan borracho que vio la sangre en el momento en el que enchufaba el tostador y se lo arrojaba mientras decía “A tomar por culo, vete a joder a tu madre al infierno”. Que me perdone mi abuela, la pobre, pero es que estaba muy alterado. El mero hecho de ver a mi padre retorcerse en la bañera como una sardina recién pescada dibujó una sonrisa en mi cara. Aún hoy saboreo ese instante de triunfo.
Cuando salí del baño, la habitación estaba en penumbras porque los plomos habían saltado y todo olía ya a papá tostado. Cogí del armario la escopeta de caza de mi padre y me aposté detrás de la tele esperando la llegada de mis hermanos que, supuse, habían ido a realizar cualquier encargo de la inútil de mi madre.
Diez minutos después aparecieron. Joder, que puntería tengo. Con el mismo disparo, a apenas un metro de distancia, le volé la cabeza al pequeño y le destrocé el costado al mayor, que seguía con vida cuando cayó al suelo. Era mi hermano y lo quería, así que no lo podía dejar así. Volví a coger el cuchillo, que estaba tan dentro de mi madre como lo había estado yo en su día y le corté la cabeza. Pensé, como regalo de despedida, en arreglarle un poquito la cara, pero el hijo de puta era tan feo que no había por donde cogerlo. Estaba hasta los cojones de la puta de Patricia, así que cogí el televisor y lo encasqueté donde antes había estado la cabeza de mi hermano. Qué ironía, ahora desde aquel ángulo Patricia era mi hermano, y por lo menos aquella zorra estaba buena. Reí hasta que no pude más, hice la maleta, me lavé y me largué de aquella porquería de casa.
Se ve que algún vecino entrometido llamaría a la poli o algo, porque no me explico cómo cojones me pillaron tan rápido. El policía dio el alto y yo pasé del tema. Seguí andando hasta que sentí un golpe seco en la nuca y caí desfallecido. Una vez en la comisaría me preguntaron todo lo que se le puede preguntar a una persona durante horas y horas. No abrí la boca en ningún momento.

Hoy me han preguntado si me arrepiento de lo que hice. Joder, claro que sí. Si llego a saber que me iban a meter en esta mierda de cuarto acolchado y me iban a obligar a ir a rehabilitaciones y terapias extrañas no lo hubiera hecho. Pero dicen que de vez en cuando es bueno desahogarse, ¿no?

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