01 diciembre, 2009

Eternidad

En la mitología griega, las Moiras eran la personificación del destino, las encargadas de hilar y cortar con sus tijeras el hilo de la vida de cada persona. Las tres viejas Moiras dotaban a cada persona al nacer de una cantidad equilibrada de bien y mal. Luego, nuestras propias acciones acrecentaban uno u otro plato de la balanza que acababa por marcar nuestro destino. Un sino del que ellas mismas velaban, como conocedoras supremas, su cumplimiento.

En la poesía o en la pintura, han sido varias las maneras de retratar a las Moiras. Algunos, las retrataban como severas ancianas, arrugadas y encorvadas con mirada de desdén. Otros, las plasmaban como melancólicas doncellas, de expresión ausente, como el que espera el fin de algo que tiene que venir inevitablemente. Todas las versiones coinciden en que eran tejedoras. Unas hilanderas que con sus tijeras podían poner fin al doloroso tormento de un enfermo terminal o bien, podían destrozar una familia entera cortando el hilo de una niña pequeña, y lo hacían a menudo.

Tres eran las viejas Moiras. Cloto, “la que hila” con su rueca; Láquesis, “la que asigna el destino” con su pluma y Átropos y su balanza, “la inflexible”. Es ésta última precisamente la que coge el carrete del hilo de la vida y lo corta con sus tijeras de oro sin respetar edad, riqueza, poder, ninguna prerrogativa, ninguna excusa. Así, la vida llega sin más dilación a su fin.

¿Dónde estás, Átropos?

Nací un soleado día de Mayo en el Sacro Imperio Romano Germánico. Mi madre solía decir que fui un niño precioso y que bajo el brazo traje la paz a aquellas tierras. La paz de Westfalia se firmó en la misma época en la que nací yo, poniendo fin así a dos guerras que habían asolado la nación.

Me río yo de la nación. Hoy es 2001. La región donde nací, ha sido asolada por más de una guerra que ya no alcanzo ni a recordar. Mi país ha pasado de ser Romano a Confederación Germánica, luego fue el Imperio Alemán hasta que los nazis se hicieron con el poder. Finalmente, tras la última guerra en la que me embarqué defendiendo a mi patria y buscando mi final, Alemania quedo dividida en dos partes. Una misma nación, dos sentimientos. Yo no tenía ninguno. Hace 12 años contemplé con ausencia de ánimo como se volvían a unificar para ser la Alemania que es hoy. No creo en los países, no tengo identidad, no soy de ninguna parte.

Tengo por lo menos 350 años, ya he perdido hasta la cuenta. Sin embargo, mis días de buscar la muerte han quedado atrás. Aquellos momentos en los que me embarcaba de guerra en guerra buscando desesperadamente un final feliz han terminado. Sin embargo, me han ayudado a pasar desapercibido entre la multitud. Llevo más de tres siglos de lado a lado, haciéndome pasar por extranjero, indocumentado, refugiado de guerra y demás desdichadas personas que parecían buscar un futuro mejor. Solo que yo no quiero un futuro mejor, de hecho, no quiero futuro. Mi Átropos, ha desaparecido.

Cuando contaba con 20 años empecé a sospechar que algo no iba bien. Nunca, jamás me había puesto enfermo. Mi madre decía que la comida alemana y un buen servicio militar habían hecho de mí un hombretón fuerte y sano. Sin embargo, aquellas eran épocas de penurias en las que era muy raro estar siempre completamente sano.

En aquella época estaba felizmente casado con una bella dama de la zona llamada Erika. Habíamos conseguido comprar un molino y empezar a labrarnos un futuro. Gozábamos de una situación bastante cómoda, incluso daba trabajo a dos familias de la zona. Los Rostenberg, y los Müller. Las tres familias vivíamos a no mucha distancia. Aunque algo siempre fue mal. Nunca conseguimos tener ni un solo hijo. Mientras mis asalariados contaban con una prole bastante amplia, yo nunca conseguí dejar encinta a mi mujer ni una sola vez. Probé remedios terapéuticos, me vieron médicos incluso una sanadora que venía de Oriente. Algo que tuve que hacer a las espaldas de mi esposa porque nunca lo habría aprobado. No hubo resultado.

Una noche, me di cuenta que lo que me sucedía era algo sobrenatural. Los dioses me habían castigado con un don por el que muchos egoístas matarían. Tantos emperadores de mi longeva época me habrían cubierto de oro y joyas si les hubiera relatado mi secreto y los hubiera hecho partícipes de mi desgraciado don. Aquella noche, unos asaltantes entraron en mi casa, me lo robaron todo y asesinaron y violaron a mi esposa. A mí, me ahorcaron de una viga mientras arrasaban mi casa. Tuve la mayor de las fortunas, pienso. Pues estando colgado me desmayé, y cuando me desperté me di cuenta de que me habían bajado para robarme mis ropajes. Solo Dios sabe cómo estaría ahora si me hubieran enterrado.

Cuando me despertaron mis vecinos, vieron las marcas en mi cuello y creyeron mi versión. Sé de buena tinta que muchos sospechaban que el causante de la muerte de mi esposa había sido yo en un arrebato de locura por no haber sido capaz de darme un hijo. No les culpo, puesto que yo habría pensado lo mismo.

El tiempo de duelo duró poco más de 10 meses. Eran épocas difíciles y el amor quedaba soterrado por la necesidad de hogar y alimento. Un mercader de la zona me ofreció en matrimonio a su hija, de tan solo 16 años. Ante mi soledad acepté, y dos días después de dejármela en el molino, supe que el mercader se había suicidado, arrojando su carruaje por un barranco. Tina, que así se llamaba la chica, tampoco me pudo dar descendencia. Entonces comprendí que el problema era mío, y que era un problema bastante más profundo que el mero hecho de no poder tener hijos. A la edad de cuarenta años, Tina ya tenía canas y su rostro mostraba que la impasividad de paso del tiempo. Por el contrario, yo apenas aparentaba más de 25 años. Todos los días la sorprendía mirándome en nuestro lecho, preguntándose por qué las arrugas no invadían mi rostro o por qué las canas no hacían acto de presencia en mi pelo negro como el ébano.

A la edad de 78 años, murió de anciana. Nos habíamos entregado amor mutuo durante toda su vida. Al final, pereció junto a mí, que podía haber pasado por su nieto. Tanto a Erika como a Tina las amé con toda mi alma. Pero en lo más profundo, comprendí que el amor solo me iba a traer decepción y derrota. Decidí congelar mi corazón y no sacar a pasear mis emociones. En ese momento, comprendí que lo que más temen los hombres, era lo que yo más añoraba.

Solo el hijo de los Müller conocía mis preocupaciones. Era un chaval avispado al que había enseñado el oficio tras la muerte de sus padres. Jamás le reveló a nadie lo que pasaba. Era él el encargado de tratar con los mercaderes para que por los pueblos de alrededor no se corriera el rumor de que una persona incapaz de envejecer vivía por sus tierras. Le estoy muy agradecido al pequeño Hans. Tanto, que cuando dejé mi tierra. Le dejé en legado mi molino en señal de agradecimiento.

Vagué como un nómada por Europa hasta que decidí que ya no tenía sentido seguir luchando, y me convertí en un mártir por la causa. Amaba la tierra donde habían nacido, crecido y perecido todos los miembros de mi familia y todas las personas que habían pasado por mi larga vida. Tenía más de noventa años y estaba hecho un chaval. En mi región estallaron dos guerras, la de Sucesión Austriaca y la de los Siete Años. Me embarqué como soldado en ambas. En ninguna conseguí morir. Si algún tiro cruzado me llegaba en una zona vital, me levantaba resignado al día siguiente de entre la marea de perecidos. En una ocasión incluso me levanté del carro con el que trasladaban a los muertos a las fosas. El portador del carro sufrió tal crisis nerviosa que tuvo que volver a casa. No lo culpo, a mi me habría pasado igual. En todas las ocasiones los médicos coincidían en que había perdido el conocimiento o que un golpe me había dejado aturdido mientras se sucedía el combate.

Cada vez luchaba con más desgana. Acudía al frente con la mirada perdida, y cuando comenzaba la acción, me dedicaba a dar muerte con la misma intensidad con la que deseaba la mía. No sé cuántas vidas habré sesgado desde que me embarqué en mi primera batalla. Una vez, antes de degollar a un combatiente austriaco, le encargué que buscara a mi Átropos en el más allá y que le dijera que la estaba esperando. No lo hizo, puesto que sigo aquí de pié sin el menor atisbo de senectud.

Así vagué por muchas ciudades de lo que hoy son Alemania, Austria, Suiza, Francia y Países Bajos. El modus operandi siempre era el mismo. Buscaba las guerras, las luchaba con cualquiera de los dos frentes, me daba igual. Luego emigraba, y llegaba a otro país completamente distinto como luchador. Mis habilidades de trabajo en molinos, carpintería, forja y agricultura me permitían ir de campo en campo, trabajar para el señor de las tierras y poder largarme con algo de dinero y otra coartada para emigrar.

A lo largo de mi vida he tenido no menos de veinte nombres y nacionalidades diferentes. Que me servían para ocultar mi condición. Siempre decía que habían arrasado mi casa, que no tenía familia ni documentos. Siempre me creyeron. Era una época bastante convulsa aquella y los registros civiles no tenían el rigor que tienen ahora. En una ocasión un veterano general prusiano me reconoció, habíamos luchado en el mismo frente treinta años antes. No tuve problemas para decir que yo era mi propio hijo, por paradójico que parezca. El general Zimmermann me ayudó a conseguir una nueva identidad y un hogar.

No podía permanecer durante más de diez años en el mismo sitio, ya que la gente comenzaba a sospechar. Mentiría si dijera que mi condición no me ha acarreado problema alguno en mis más de tres siglos de existencia. He tenido problemas con gobiernos, mandatarios, militares, incluso con la mismísima inquisición. Cuando los problemas afloraban, no me quedaba más remedio que poner pies en polvorosa.

En febrero de 1933, comenzó la etapa de mi vida de la que más me avergüenzo. Aquel año, había conseguido trabajo de bombero en Berlín, me hice pasar por un vienés curtido en el frente, mi forma física era envidiable y conté con la simpatía del capitán Weimar, a quien conocí en una cafetería dos días antes. Era la segunda vez que vivía allí, la primera tuvo lugar casi ciento cincuenta años atrás. El caso es que el 27 de febrero de aquel año se incendió el Reichstag, el edificio donde se alojaba el parlamento alemán. El partido Nazi, con Hitler a la cabeza, culpó de los hechos a un neerlandés llamado Marinus van der Lubbe. Fui yo precisamente quien dio la voz de alarma de que una persona andaba medio desnuda agachándose detrás del edificio. Aquello fue el desencadenante del advenimiento del Partido Nazi al poder y por ende, de la Segunda Guerra Mundial. Van der Lubbe murió un año después guillotinado en la prisión de Leipzig, por mi culpa.

Me avergüenzo pues, de haber sido uno de los millones de alemanes que se enroló en el bando Nazi, intentando salvaguardar la gloria de la nación al mando del Führer Adolf Hitler. Luché en varios frentes con las Schutzstaffel (SS) durante algún tiempo y conseguí varias menciones especiales. Por ello se me fue concedido un puesto en el campo de concentración de Auschwitz de la mano del mismísimo Heinrich Himmler. Era el mandatario directamente inferior al tristemente conocido Rudolph Hoess. Cuando llegué allí, mi vida dio un vuelco.

El campo de exterminio era un punto terminal. Donde trasladaban a los prisioneros a morir. Muy poca gente salió viva de aquel infierno. Yo estaba destinado precisamente en Auschwitz II (Bikernau). En aquel campo tuvo lugar la mayor masacre de la historia contra judíos y gitanos. El campo llegó a albergar a 100.000 prisioneros en un momento, muchos de ellos usaban las rejas electrificadas para suicidarse. Niños, mujeres, ancianos, gentes de todas las etnias y de todas las nacionalidades fueron a parar allí, y no tuvieron ninguna opción de escapar. Conocí incluso al Doctor Josef Mengele, quien experimentó con muchísimos prisioneros y escribió uno de los capítulos más horribles de la historia universal.

En septiembre de 1941, fui el encargado de realizar las primeras 11 pruebas del gas Zyklon B, en las que murieron 850 prisioneros polacos y rusos. Las pruebas fueron consideradas exitosas, y se comandó a los prisioneros a construir una cámara de gas y un crematorio. Cuando ví lo que había hecho, me dirigí a mi casa, a pocos metros del campo y vomité hasta la bilis. Acababa de ser partícipe de una matanza de dimensiones astronómicas e, iluso de mí, no sabía que aquello era nada más que el principio.

Justo el día después de aquellas pruebas, no pude soportarlo más y huí en busca del frente francés, mis honores me permitieron cruzar rápidamente el país, sin apenas descansar ni un momento. Crucé Alemania entera con coches del ejército y pude comprobar de un solo barrido que la nación por la que estaba dando todas mis fuerzas estaba siendo destruida. Había familias destrozadas, casas derruidas e ilusiones enterradas a lo largo de los miles de kilómetros que recorrí aquellos días. Aquello, me hizo recapacitar y darme cuenta de que el término nación era una palabra caduca, a punto de ser enterrada. En trescientos años de vida, había pasado por infinidad de países que no dejan de mutar como una mariposa. Por el contrario, el resultado no es tan bello como el símil de la mariposa y el mundo se recrudece cada vez más. Las guerras van a peor, la humanidad cruje y la fractura es inminente. Quizás lo que el mundo necesita es una invasión alienígena. De ese modo dejaremos de un lado nuestras diferencias y nos uniremos en contra de un enemigo común y más poderoso. De ese modo nos daremos cuenta de que todas las divergencias del universo son nimias

Cincuenta kilómetros antes de la frontera deseché mi uniforme y me vestí como alguien de a pié. Por aquel entonces ya se conocía mi deserción, era un criminal de guerra más y se me buscaba vivo o muerto. Ilusos… Me crucé con un control del ejército Nazi antes de la frontera con Francia, en Kaiserslautern. Les informé de que me dirigía al pueblo de Saarbrücken a visitar a mis padres. Cuando me pidieron identificación aceleré el coche que había robado el día anterior en Köln bajo requerimiento militar. Cuarenta kilómetros antes de Saarbrücken atajé por un camino forestal. Podía sentir su aliento en el cogote. Sus gritos y disparos alertaron a las poblaciones por las que pasamos en la casi media hora de persecución. Antes de cruzar un puente de madera decidí bajar por si cedía ante el peso de mi coche. Los soldados pararon en la entrada del puente y me dispararon, me dieron en plena cabeza y caí sobre la barandilla del puente. Acto seguido caí al vacío. Fueron casi veinte metros de caída libre que, paradójicamente, me salvaron la vida. Tras el disparo, cerré los ojos y aunque parezca mentira disfrute del sonido que producía mi cuerpo estrellándose contra el suelo. Mis perseguidores informaron a sus superiores, y confirmaron que el traidor al Reich, había muerto.

No hubo suerte y a la mañana siguiente desperté entre un zarzal. Aunque no sea capaz de morir, los miles de arañazos que me provocaron las zarzas me dolieron como mil millones de demonios pinchándome con sus tridentes ígneos en las partes más púdicas de mi cuerpo. Cuando salí, derrotado, caí desmayado debajo de un árbol. Había conseguido llegar a Francia.

Dos días más tarde desperté en un sanatorio en la localidad francesa de Saint-Avold. Los médicos no se explicaban cómo podía haberme desmayado y llevar dos días durmiendo si las constantes eran normales. Era como si estuviera sumido en un sueño del que me costaba despertar. La policía llegó, y vio que no tenía documentación. Les conté todo lo que sabía sobre el exterminio Nazi, y me hice pasar por un huido. Les noté en la cara que no me creían, pero las noticias que les llegaban sobre el frente eran confusas. Muchos años atrás había vivido en Francia, por lo que conocer el idioma me fue de gran ayuda para seguir adelante y los gendarmes y el personal del sanatorio donde me encontraba pronto conectaron bien conmigo. En el tiempo que estuve en Sant-Avold llegué a ser bastante conocido. Me llamaban “L’Étranger” y mi nueva identidad comenzaba a fraguarse en un nuevo lugar. Sant-Avold no era un pueblo muy grande, y muchos de los propietarios de las tierras tuvieron a bien contratarme para trabajar en la cosecha. Mientras tanto, pocos kilómetros al noreste la guerra proseguía, ajena a mí.

Seguía sin querer disfrutar de la compañía de ninguna mujer, a pesar de que en Sant-Avold una mujer viuda y entrada en años me ofreció su compañía. No tuve más remedio que aceptar, la guerra es una situación convulsa y casándome con ella conseguí un pasaporte francés. Ella murió, como todo aquel que permanece algún tiempo a mi lado, a los tres años de casados de una manera muy apacible, mientras dormía. Paradójicamente, aquello sucedió una semana después de la fiesta de celebración del fin de la guerra, en 1945. Así que por lo menos, sé que dejó este mundo con una sonrisa en los labios. Durante el tiempo que estuve con ella no tuve que simular, ya que era bastante mayor para tener hijos y murió de causas naturales. Me hizo muy feliz en aquella época, y casi consiguió hacerme olvidar el calvario que había sufrido algunos años atrás.

Cuando Marie dejó este mundo, yo decidí hacer lo propio con Francia. Doné la herencia que me dejó Marie a la escuela del pueblo y me marché con mis ahorros a Inglaterra. Viví en Londres durante otros cinco años. Un mes después de llegar viví un momento memorable, me reencontré con un grupo de refugiados en Auschwitz a los que había ayudado años atrás y que habían escapado de aquel lugar. Guardo un lugar especial en mi corazón a Davinia, una niña polaca que tenía ocho años cuando llegó al campo. A escondidas les daba comida a ella y a su madre dado el estado de desnutrición que presentaba la pequeña. Ahora Davinia estaba hecha una auténtica mujercita, ella apenas me recordaba, pero sus ojos reflejaban la misma esperanza que entonces. Una esperanza que dio fuerzas a su madre para hacerla sobrevivir a costa de su propia vida.

Ellos me reconocieron y no parecieron percatarse de que nueve años más tarde, mi rostro juvenil tan solo había sido endurecido por el paso de la experiencia, que no por el tiempo. Tuvieron un gesto de gratitud conmigo que aún hoy guardo en mi corazón. En aquel entonces yo vivía en pensiones de mala muerte, intentando no gastar mucho dinero y buscando un trabajo, que por el desconocimiento del idioma me costaba encontrar. Mis noches transcurrían entrecortadas por las luchas con las ratas y fue quizá la primera vez en mi vida en el que la melancolía casi se adueña de mi ser. Al final, en el muelle de carga de un mercado, coincidí con mis amigos polacos, y me ayudaron a conseguir un empleo, incluso me llevaron a su casa con ellos. Era un piso alquilado donde vivían 5 familias, exiliadas polacas todas ellas. Me consiguieron un rincón en el pequeño salón de la casa victoriana y ahí empecé una nueva etapa de mi más que larga y gris existencia.

Mi vivencia en Londres duró apenas dos años. Me preocupaba estar demasiado tiempo con la misma gente. No quería que se acostumbraran demasiado a mí, porque tarde o temprano me iba a tener que marchar. En el año 1950, me enrolé en un buque mercante rumbo a Estados Unidos. La tierra de la libertad, la llamaban. Para mí fue algo por el estilo. Aquí he encontrado la tranquilidad y la manera de sobrevivir aunque sea de una manera poco ortodoxa.

Esta historia tiene su comienzo. En el buque me hice muy amigo de mi compañero de tareas, Tony, intimamos tanto que me contó que era miembro de una familia mafiosa en Estados Unidos. Presumía de que cuando llegáramos a tierra, no tendría nada de qué preocuparse. Entablamos una buena amistad. Más allá de sus actividades, Tony era una persona culta con la que daba gusto conversar. Venía de estudiar en un colegio privado en Italia y se iba con su padre a la tierra prometida a disfrutar de los placeres de la vida. En el buque, además, había como dos bandos. El primero lo formaban los marineros propiamente dichos, el segundo los que simplemente queríamos huir de Europa para siempre, y nos habíamos enrolado en el barco con los peores trabajos. Tony y yo nos encargábamos de la lavandería.

Nada más pisar suelo estadounidense, nos vimos envueltos en una trifulca Tony, algunos italianos más y yo. El tiroteo había sido provocado por miembros de una familia rival. Yo conseguí llegar al otro lado rodeando los contenedores del muelle y le arrebaté el arma a un miembro rival y, temiendo por mi vida, me quité de en medio a los otros dos a disparos. Minutos después la policía apareció y se encontró a los tres miembros rivales muertos en el suelo. Dedujeron que se habían matado entre ellos. Los problemas entre la mafia no era asunto policial de primer orden.

Cuando llegamos a la casa del padre de Tony, el Don de la familia. Le explicó lo sucedido. Agradecido, me propuso que cualquier cosa que pudiera hacer por mí, la haría. Que su gratitud y la de toda la familia hacia mí sería eterna. Entonces vi el cielo abierto. Les insté a que se sentaran y comencé a relatar una historia que comienza en el siglo XVII, y que acaba en los muelles de carga del puerto de Nueva York en los años cincuenta. Atónito, el Don se levantó y se dispuso a echarme de su casa. No podía tolerar que me burlara de él y temí que mi plan se fuera al garete, así que impulsivamente saqué el arma que aún guardaba en el bolsillo interior de mi chaqueta y me disparé en el tórax.

Boquiabiertos, la mafia se puso a funcionar, tenían mi arma y pensaban que podrían simular un suicidio abandonándome en un parque, el alba despuntaba y dejarían mi cadáver por la noche en Central Park. El Don, aún patidifuso pidió a sus hombres que escondieran mi cuerpo en el interior de un coche, que esperaran al anochecer y que me abandonaran por ahí. Unas 12 horas después, sentí el motor del coche en cuyo maletero me encontraba arrancar.

La noche había devorado Central Park. Los mendigos preparaban los cartones para pasar la noche. Entraron por la 105 con Central Park oeste. El trayecto apenas duró 10 minutos a toda pastilla desde Little Italy. Cuando abrieron el maletero los estaba esperando. Tony y otros dos hombres más gritaron de horror y me apuntaron con sus armas. Intenté que se tranquilizaran pero estaban completamente aterrados. Uno de ellos temblaba, su cara blanca como el marfil competía con los globos de las farolas. Tony estaba en shock, me miraba boquiabierto incapaz de articular palabra. El otro hombre directamente tiró el arma y se puso a rezar mientras lloraba a moco tendido.

Para mí esto era ya algo normal, no esperaba que los pobres hombres se asustaran tanto. Así que intenté alzar la voz por encima de lamentos tipo: “Santa Madonna!!”, “Ma che cossa!!” o "non può essere, è impossibile". Al final, los convencí de que no era un demonio y de que me volvieran a llevar ante el Don para explicarle lo sucedido.

Cuando aparecí en casa de Tony, el Don por poco se muere de un infarto. Tardó varios minutos en librarse del ataque de ansiedad que le entró y entonces se sentó frente a mí con expresión de asombro y procedí a contar mi historia. Visto lo visto, el Don asintió y no tuvo más remedio que creerme.

Cada diez años me reunía con un el padre de Tony. Las últimas dos reuniones las he tenido que mantener con Tony en persona. Un ajuste de cuentas me hizo temer lo peor, aunque el hijo heredó el cargo. El tema de la confianza en las familias de la mafia me hizo ver un rayo de esperanza en mi situación, y tenía todas las cartas sobre la mesa. Gracias a ello, ahora disfruto de una comodidad y una necesidad de emigrar menor que en años atrás. Hoy en día la sociedad norteamericana es tan homogénea, que puedo pasear por la calle convertido en un anónimo más. Todos tenemos la misma cara, todos pasamos desapercibidos para todos. Vivo en un apartamento de un rascacielos enorme, entro y salgo por la noche, nadie me ve, soy una sombra. Soy una presencia etérea que se desvanece de cualquier lado que pisa. Soy… poco más que un fantasma.

En nuestras reuniones, le facilitaba al Don unos datos precisos que luego contendría mi pasaporte, ficha civil, permiso de trabajo, libro de familia y, en definitiva, todo lo necesario para vivir sin levantar sospechas. Levantamos un acta de nacimiento, de un hijo mío que lleva mi nombre, que ha ido estudiando y viviendo en Estados Unidos desde entonces, veinticinco años después, creamos un acta de defunción a mi nombre y una nueva acta de nacimiento de mi “nieto”. Y empecé a hacerme pasar por mi “hijo”. Los contactos de la mafia en el registro civil de la ciudad de Nueva York hicieron posible esta tapadera. No sé cuánto me durará. Lo que está claro es que la mafia no durará eternamente. Sin embargo llevo trescientos cincuenta años sobreviviendo. Lo volveré a conseguir.

Desde que llegué aquí me ha fascinado como la gente pasa de ser pobre a amasar una fortuna inmensa. Nada más llegar, el padre de Tony me puso mi apartamento, a nombre de una de sus múltiples sociedades y me dio una buena cantidad de dinero. Yo la invertí en estudiar. Fui uno más de esos extranjeros que buscaban un futuro mejor aprendiendo el idioma y cultura general. Pero yo no quería parar ahí. En el año 1969 me titulé en economía por la universidad de Nueva York. Un poco más tarde el hombre puso el pie sobre la luna, algo impensable para mí cuando adquirí esta condición eterna. Comencé a trabajar en unas empresas con sede en Nueva York, y estuve durante veinte años pidiendo el traslado a diferentes sitios y optando por nuevos trabajos. Tenía que eliminar de mi curriculum algunas empresas donde había trabajado, y el Don facilitó que mi “hijo ficticio” también estuviera titulado en la misma materia, pero logré pasar desapercibido al mundo.

Un momento, dejadme disfrutar del momento más feliz de mi vida. Hace tres meses volví a pedir el traslado. Trabajo para Valcanoil S.L. y tengo un bonito despacho en la planta 80 en una de las torres gemelas. Hoy es 11 de Septiembre de 2001 y tengo un avión a cinco metros de mi cara. La gente está corriendo despavorida, van a morir todos, absolutamente todos. Ellos lo saben, yo lo sé. No tenemos ni puñetera idea de lo que está pasando, pero en América, amigos, todos los sueños se cumplen.




4 comentarios:

  1. Te adoro, ¿alguna vez te lo he dicho?

    Cierto, no es gore pero me ha encantado. No me esperaba para nada el final.

    Bueno, estoy medio dormida y no sé que más decirte sólo que... espero verte en unos días muchachote.

    =D

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  2. Sergio como mola tío, te lo has currado, sobre todo en el final xDD

    Un 10! :)

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  3. Me lo lei!!^^

    Ya estaba pensando por el final que no era para tanto, cuando ha llegado el final y ha cambiado ese pensamiento ^^

    Entonces... se supone que en la torre gemela sí que murió, no?

    Muy bueno ;)


    Por cierto, soy Miriam ;) que no sé si se verá mi nick de google o algo... ;)

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